Algunos la vivieron y prácticamente no la recuerdan. Otros, en cambio, ni saben que los tucumanos afrontaron una grave crisis sanitaria. El 5 de febrero de 1992, el ya fallecido ex presidente Carlos Saúl Menem, confirmaba una noticia que alteró a todos: se había detectado casos de cólera en el norte del país. Esa información generó un estado de conmoción pocas veces visto en la historia de la provincia. Funcionarios tratando de resolver todos los problemas que llevaban décadas encarpetados sin que le hayan encontrado una solución. Una población que estaba dividida por los alarmistas y los escépticos. Una comunidad científica que reconocía que no estaba preparada para actuar contra el mal.
Esa fue una epidemia, la que se vive actualmente, es una pandemia, es decir, que afecta a gran parte del mundo. A pesar de esa clara diferencia, hay similitudes entre ambas. Se recomendaba el uso permanente de lavandina, no alcohol en gel. Si bien es cierto que no se ordenó ningún aislamiento preventivo obligatorio ni cierre de actividades, hubo sectores que sintieron la enfermedad, otros directamente quebraron y hubo muchísimas personas que se ahogaron en la pobreza. En los 90, el Estado no salió en su ayuda otorgando subsidios de emergencias, a pesar de que ambos gobiernos eran peronistas. Pero fundamentalmente, las autoridades, en esos días como en la actualidad, se dedicaron a tomar medidas que no dieron los resultados esperados o que con el paso del tiempo (con el diario del lunes bajo el brazo, como se dice en el barrio), terminaron siendo apresuradas. Y esa situación se generó por una sola razón: los profesionales de la salud conocían poco del tema, ya que hacía 80 años que no se producía un brote del mal.
El cólera es una enfermedad diarreica causada por ingestión de agua y alimentos contaminados con la bacteria vibrio cholerae o vibrión colérico. Esas bacterias secretan una toxina que causa un aumento de la cantidad de agua que liberan las células que recubren los intestinos. Este aumento del líquido produce diarrea intensa que puede llevar hasta la muerte si es que el enfermo no es tratado y medicado a tiempo por los profesionales. El tratamiento consiste en la restitución inmediata de fluidos y sales mediante una solución de rehidratación oral o intravenosa. Es un tratamiento muy eficaz y rápido, que cura al 99% de los enfermos, según las últimas informaciones científicas.
El mal se transmite al consumir alimentos o beber agua contaminados por la materia fecal de una persona infectada. Actualmente, según los últimos informes de la Organización Mundial de la Salud, se registran casos en África, Asia y en algunos países de América Latina. Para no contagiarse, los profesionales desde hace décadas que brindan las mismas recomendaciones: tomar siempre agua hervida o purificada; lavar y desinfectar frutas y verduras; cocer o freír adecuadamente los alimentos, sobre todo pescados y mariscos; lavarse las manos antes de comer, cocinar y después de ir al baño y alimentarse en lugares limpios.
Una tragedia social
El cólera generó la peor tragedia sanitaria en nuestra provincia. Entre 1886 y 1887 fallecieron entre 5.000 y 6.000 tucumanos por el mal, casi el doble de las muertes por covid de la actualidad, en menos tiempo. En una serie de notas de Sebastián Rosso, que se encargó a de analizar las crónicas publicadas en LA GACETA por el ya fallecido Carlos Páez de la Torre (h), relató cómo llegó el mal a la provincia en esos días. “Un telegrama advertía que un convoy llegaba con el bacilo. Procedente de Rosario, el Regimiento 5 de Caballería, que se movía con rumbo al Chaco salteño, traía unos pocos enfermos de cólera. Para prevenir males mayores, se lo hizo detener antes de entrar a la ciudad, en la Estación San Felipe. Fue el 28 de noviembre, al mediodía. Se bajaron los cuatro enfermos, y a las 17 se le ordenó seguir hasta Tapia, varios kilómetros al norte. Allí se detuvo nuevamente, hasta el otro día, para tomar rumbo a Metán”, escribió.
“Con urgencia se mandaron a imprimir 31.000 ejemplares de instrucciones del Consejo de Higiene. El primero de diciembre, se conoció el primer caso local. Era José Salazar, un riojano afincado en Tapia, que había estado en la estación la noche del 28. A la media hora de ser atendido, murió. Poco después, se conocieron dos casos más en la misma localidad norteña”, agregó el periodista de LA GACETA en las notas. (Se las puede releer en los links de abajo).
La epidemia de 1887: malas noticiasRosso consignó que el 10 de diciembre la epidemia se reprodujo con dos muertes en la capital y, una de ellas, fue en pleno centro. “A los días, el cólera se desarrolló con ‘furor’ en un conventillo de la calle Montevideo (actual Entre Ríos). Aunque se lo desalojó por completo y se lo fumigó, los desplazados no fueron puestos en cuarentena, sino que buscaron alojamiento en distintos puntos de la ciudad, diseminándose como focos infecciosos. La cantidad de enfermos empezaba a exceder la capacidad de tratamiento y de cuidado necesarios”, se puede leer en una de las notas.
Uno de los hallazgos del trabajo de nuestro colega es haber encontrado el testimonio del boticario José Ponssa, uno de los tantos valientes que en esos años no le importó nada ponerse al servicio de la comunidad. “Los hospitales no daban abasto. Comenzaban a ser abandonados a la buena de Dios. Muchas veces, tenían que ser acostados a la sombra de las tapias del fondo, hasta que la muerte de alguno desocupara un sitio en las salas o las galerías. Fue el caso de un carrero que, habiendo dejado a los moribundos que transportaba tirados en la vereda de un lazareto, se excusó con un: ‘demasiado hemos hecho con traerlos’, contó el héroe desconocido por la gran mayoría de los tucumanos.
En otro de sus escritos, Ponssa señaló: “los vecinos de la ciudad, creyendo conjurar el contagio, encendían en el centro de las calles, a corta distancia una de la otra, humeantes fogatas con maderas de pino alquitranadas. Eran cuadros verdaderamente dantescos: en medio de rojizas llamas envueltas en humo acre y negruzco, se veían las desiertas aceras y edificios con sus puertas cerradas; los escasos transeúntes, con demacradas facciones que la extraña luz de las fogatas asemejaba a visiones de ultratumba, aceleraban sus pasos, mientras los niños en la calle, alegres e inconscientes, danzaban en torno a esas piras”.
Más cerca
El cólera, según las estimaciones de los historiadores, terminó de erradicarse en la provincia en 1910. Tuvieron que pasar más de 80 años para que el mal se transformara en una nueva amenaza. El problema se originó en Perú y rápidamente se extendió por la costa del Océano Pacífico. El cólera se propagó de una región a otra, informó LA GACETA en la edición del 12 de febrero de 1991. “Impedirlo no ha sido posible”, declaró Daniel Pierce, experto de la Organización Panamericana de la Salud (OPS). Bolivia, Chile y Ecuador estaban muy expuestos a ser blancos de la irrupción del vibrion colérico.
La enfermedad terminó transformándose en un dolor de cabeza para un interventor y cinco gobernadores. Julio César “Chiche” Aráoz que dirigía la intervención de la provincia, encendió la luz amarilla ante la aparición de los primeros casos en los países limítrofes lo que obligó a declarar la emergencia sanitaria. Al año siguiente, sin que se lo recuerde, fue el vicegobernador Julio Díaz Lozano (a cargo del Poder Ejecutivo por la licencia que había tomado Ramón Ortega) fue el que decidió tomar las medidas más extremas, pero en 1992 no se registraron casos. En 1993 y en 1994, bajo el mandato de “Palito”, se detectaron 29 enfermos. Con Antonio Bussi como mandatario de la provincia, entre 1996 y 1998, se contabilizaron 15 casos. Julio Miranda en 2002, tuvo una falsa alarma, y lo mismo le sucedió a José Jorge Alperovich, en 2014.
Carlos Abrehu, ex jefe de redacción de LA GACETA, relató cómo fueron los primeros movimientos políticos cuando el mal amenazaba a la provincia en 1991. “Aráoz declaró el estado de emergencia en Tucumán, en los primeros días de marzo. Entre otras medidas, se ordenó la limpieza de los canales Norte y Sur, como también tareas complementarias en el cordón de villas que rodea a la capital. A Jacobo León -vocal del Siprosa- se le encomendó presidir un comité encargado de coordinar y programar las acciones contra el cólera”, escribió. También citó estas palabras del interventor: “tenemos el convencimiento de que el cólera se va a instalar en Tucumán. El Siprosa no va a ocultar la información”.
Las definiciones de los funcionarios de turno generaron una importante polémica. No faltaron las personas que salieron al cruce de sus afirmaciones. Abrehu consignó una de ellas. El ex decano de la Facultad de Medicina Carlos Fernández, “parece lastimoso ver como posible la propagación de la enfermedad, porque eso habla no sólo de la falta de prevención, sino de lo que no se hizo”. Esas palabras levantaron una importante polvareda. Con el correr de los días, los especialistas aseguraban que era poco probable el vibrión colérico se instale en la provincia en ese año. Pero indicaron que era muy probable que se registraran algunos brotes a partir de fines de 1992 y con el correr de 1993. Pero también estimaron que era de suma urgencia que se tomaran algunas medidas de prevención, entre ellas, mejorar la distribución de agua potable y evitar la pérdida de líquidos cloacales.
Con ese pedido, comenzó a escribirse el principio del fin de Dipos. Las autoridades, con los argumentos esgrimidos por los profesionales de la salud, empezaron con los trámites para privatizar ese servicio. Pero la pensada posible solución terminó generando varios problemas. El Estado pagó una millonaria cifra por haber rescindido el contrato con la empresa Aguas del Aconquija, la firma de origen francés que se hizo cargo del servicio. Luego, llegaría el turno de la Sociedad Aguas del Tucumán que, como es sabido por todos, tampoco pudo revertir la situación.